Julio 23 y 24 de 2015, Vereda San Miguel de San Andrés de Cuerquia

El docente del CEPAZ, programa para la Paz y la Convivencia de la Gobernación de Antioquia, me dijo que nos encontráramos en el cable, que estaba unos 20 minutos después del casco urbano de San Andrés de Cuerquia, sobre la vía que conducía a Ituango, que estuviera antes de

las 7 de la mañana, porque de lo contrario debíamos esperar hasta las 9 y se nos haría muy tarde.

Estuvimos puntuales, en lo que mis compañeros Rafa e Iván llamaron el metrocable de por acá , una cabina efectivamente movida bajo el mismo sistema de cables en el mundo, que tiene por misión transportar a los habitantes de Cordilleras y San Miguel, veredas de San Andrés de Cuerquia, que de otra manera tardarían unas cuatro horas a pie en empinada, llegar hasta sus hogares. El Cable hace una estación y tarda entre 20 minutos y media hora en hacer el recorrido.

Al llegar justo al filo de la montaña encontramos a Cordilleras, un poblado de unas 20 casas con Iglesia, Escuela e Institución Educativa para el Bachillerato, es un inmenso mirador, desde el que se aprecia parte de Ituango, Toledo, en toda su magnitud, parte de San Andrés de Cuerquia y hacia atrás el corregimiento Ochalí de Yarumal. Un excelente corredor para los grupos ilegales. ¡Una vista sobre el Norte de Antioquia totalmente privilegiada!

Emprendimos nuestra caminata, William, el docente del CEPAZ, habló de una horita, pero con nuestra experiencia sabíamos ya que serían dos. Al irnos adentrando en aquel territorio comenzamos a apreciar el desastre de otra de las tantas incursiones paramilitares en la zona.

San Miguel era una vereda próspera, donde se cultivaba en especial Café, también Maíz, Plátanos y frutales. Había granero, fonda y hasta farmacia, la iglesia era enorme, para la localidad, y con parque y todo. Y la historia se repite, a finales del 2000 llegaron un día los paramilitares, acusaron a sus pobladores de proteger a la guerrilla, ataron y mataron a algunos de ellos, y quemaron el caserío. Los vestigios de ese día de dolor y amargura permanecen. Parte de la iglesia está en pie y se aprecian las ruinas del granero, la fonda, la ferretería y la farmacia.

La gente de San Miguel se desplazó, como se desplazan siempre las comunidades, en grupo y hacia las cabeceras buscando la protección del Estado, como ésta no llega, inician un peregrinar entre amigos y familiares, unos con mejor suerte que otros.

Hace una década comenzaron a retornar a sus predios. No todos, sólo algunos de ellos, no hay cultivos, sólo unos cuantos naranjos, allí viven, así no tengan de qué vivir, pero por lo menos tienen techo y algo de tranquilidad.

Dos horas y media exactas, después de un recorrido que nos dejó con la lengua afuera porque todo es subiendo, comenzamos a arribar a la cabecera de la Vereda, es decir donde hay más casitas agrupadas, una de ellas, cuyos dueños no regresaron, fue acondicionada como Escuela del CEPAZ.

Los alumnos, 22, le recriminaron a William su tardanza, pero me apresuré a decirles que había sido culpa mía, que les había disminuido el paso, todos comprendieron con amabilidad.

Esta Escuela está dirigida a personas adultas que no adelantaron estudios básicos, ven asignaturas como matemáticas simples, español, geografía, historia, pero lo más importante aprenden sobre liderazgo, participación comunitaria y resolución pacífica de conflictos.

Ahí en esa inmensidad, en ese territorio bello, exuberante, donde el aire es limpio, donde no hay más ruidos que los que produce el viento al chocar con los techos de zinc o las múltiples cascadas de agua limpia que uno se encuentra en el recorrido o el cotorreo de unas que otras gallinas, este grupo de personas quiere cambiar su historia, comenzar desde lo básico, resolver sus asuntos de forma cordial y olvidar que alguna vez fueron violentados, diseminados, expoliados, despojados de la tierra que heredaron, compraron u ocuparon, pero que se constituía en su único patrimonio.

Hay muchos niños en la escuela y muchos otros en el Colegio, son el futuro y parece que por ahora este se vislumbra con más oportunidades.

Al despedirnos una señora con una sonrisa entre tímida y amable me entregó una bolsa con tres almuerzos, perfectamente empacados en platos de icopor, se excusó porque no empacó cubiertos, me dijo que los había preparado porque sabía que nuestra jornada de regreso era larga, que la disculpara porque era muy humilde el almuercito. La abracé apenada, le agradecí en varias oportunidades y le dije que si le pagaba algo, me dijo que ni riesgos y no sé porque mis ojos se encharcaron, me pregunté: ¿ Cómo es posible que gente que tiene tan poco suele entregar tanto a desconocidos como nosotros?

Emprendimos el regreso, y como de para abajo las piedras ruedan, en menos de una hora estábamos en la estación del metrocable de por acá, me entusiasmé creyendo que íbamos a salir de una, pero me informó el operario que en menos de una hora imposible porque estaban haciendo ajustes! Me paniquié!

Decidimos entonces almorzar, compramos en una tiendita de Cordilleras cucharas desechables, servilletas y gaseosas. Tengo una teoría : La mejor comida es el hambre. Nuestros almuerzos eran un exquisito Sudado, abundante arroz, ensalada y tajitas de maduro fritas, mi postrecito favorito. Todo y a todos nos supo rico, el arroz era suelto, como nunca me queda a mi hecho en estufa sofisticada y olla especializada.

Por fin el cable estuvo listo, hicimos chistes sobre nuestra posición de conejillos de indias para el ajuste que le estaban realizando. Pensé que ese sería el transporte ideal, a replicar en muchas otras latitudes antioqueñas donde la geografía de alta montaña se impone.

Al arribar a la estación base la fila de pasajeros era interminable, había además una nevera, una cama, un colchón, un escaparate y algunos bultos de cemento ansiosos también de ser elevados por el aire.

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